Hace trece años que conocí a una
familia de emigrantes saharauis. Podría tirar de la hemeroteca para certificar
la fecha, pero no es necesario. Lo recuerdo perfectamente porque por aquel
entonces mi hijo mayor tenía tan solo cuatro años, exactamente los mismos que
tenía el hijo menor de esta familia. Podría averiguar su nombre, pero tampoco
es necesario. Pues podría ser el nombre de cualquier familia de las que han
llegado y de las que no pudieron hacerlo. Millones de nombres.
Por aquellos años trabajaba de
fotógrafo independiente y, en esta ocasión, colaboraba con el diario el Mundo para un reportaje sobre la
inmigración en Fuerteventura. Una familia de emigrantes había llegado días
atrás, y habíamos quedado para realizar una entrevista. En la patera tan solo
viajaban el patrón, marroquí, y los seis miembros de la familia africana. Los
hijos tenían edades desde los cuatro años hasta los dieciséis. Tres varones y
una chica, la hija mayor. La madre nos servía un delicioso té. Y yo empecé a
hacer fotos mientras el matrimonio nos narraba sus convicciones para emprender
ese increíble viaje.
Él había pasado dos años encarcelado
tras ser detenido una mañana en una calle de arena de una ciudad del Sahara. La
autoridad invasora marroquí lo había acusado de pertenecer al Frente Polisario. Simplemente
desapareció aquel día. Su familia no supo de él durante esos dos años. Hasta
que otra mañana fue liberado, sin juicio ni explicación alguna. Entonces
decidió que debían salir de allí. Seguía tomando fotos mientras los escuchaba,
y fue cuando comprendí qué puede pensar un padre para arriesgar la vida de toda
su familia. Era una cuestión vital.
Once horas bajo la noche oscura
del océano duró la navegación. A las pocas horas los cuerpos ya estaban helados
bajo sus ropas caladas por el agua fría del Atlántico. Había mal tiempo, tanto
que el patrón quiso volver a mitad de travesía. Tras tomar el té juntos, la
madre encendió un cigarrillo y el padre continuó el relato. En plena tormenta
tuvo que persuadir al patrón para continuar.
“Atrás no queda nada” “ Solo una muerte segura para mi familia”. Fueron sus
palabras. Mantener la frágil proa de la patera rumbo hacia Canarias era la
única opción de vida.
Durante mis años como fotógrafo
de prensa pude ver varios carnets de identidad
de ciudadanos saharauis-españoles. Aquellos antiguos DNI grandes y azules eran
iguales para todos los españoles. Hasta que un día los propietarios de estos
documentos dejaron de ser nuestros conciudadanos. Marcamos nuevas líneas en el
mapa, les quitamos las banderas y les dejamos los palos.